El lunes me desperté sobresaltada, con prisa, con la misma sensación de haberme quedado dormida después de apagar, reiteradamente, las múltiples alarmas que programo cada noche para no llegar tarde al trabajo. Pero este lunes era diferente, se trataba del inicio de un viaje, de aventura y reflexión -hay veces en que las mejores combinaciones son las que suenan raras, como le pasa al dulce con el salado-, alejada del asfalto y de la tristeza que invade estos días Barcelona -be strong!-.
Al menos, el domingo por la noche tuve la previsión de reservar un taxi para las 06:45h, aunque mi vuelo -conmigo o sin mí-, no tenía prevista su salida hasta las 10:45h. ¿Demasiado previsora? Quizás, sí. Pero no estaba dispuesta a que una huelga -pese a que pueda solidarizarme con el fondo de la misma, aunque no con su forma-, echara al traste un road trip que llevaba planeando meses…
Lunes 21.08.2017
Bajo las escaleras a trompicones, con una maleta que supera con creces los 15kg de equipaje que estipula la compañía aérea con la que debo viajar a mi regreso a Barcelona, pero ya se sabe que los «por si acaso» son un indispensable que ocupa un gran espacio en toda maleta que se precie. No niego que necesitaría unas clases de mi querida Elen -pronunciado con H aspirada, y eso que su nombre ni la lleva-, para poder meter todo lo necesario para un viaje de 18 días en una maleta de mano.
El taxi no tarda en llegar hasta el portal y de él asoma un joven de tez oscura y rasgos arábigos -o eso me parece a mí-. Me saluda con una enorme sonrisa mientras me pregunta si soy Diana. Sí, lo soy -quise decirle, aunque reconozco que hasta yo dudo a veces de ello, no porque no reconozca mi nombre, si no por cual de todas las facetas de «Diana» se podría encontrar: la divertida, la reflexiva, la cabreada, la ilusionada, la apasionada, la impaciente, etc.-. Antes de poder articular palabra alguna, noto como un escalofrío recorre mi nuca -cual señal instintiva que te pone en situación de alarma; en tensión- y me eriza hasta el vello de los brazos. Una sensación de desconfianza -completamente injustificada-, que se apodera rápidamente de mí. ¡Qué daño nos están haciendo los ataques, los datos y, sobretodo, las personas que, por miedo -quiero pensar que la mayoría-, por inseguridad, o simplemente por racismo -la razón más absurda de todas-, intentan también adoctrinarnos como lo hacen los imanes radicalizados. Y así, solo se puede cumplir eso de «ojo por ojo… y el mundo acabará ciego». ¡Qué débiles somos! -pienso en ese momento-. Carecemos de personalidad y de ideas propias, por eso nos unimos a las preconcebidas por personas que, muchas veces, ni siquiera conocemos.
Supongo que Marc -nombre que consta en la tarjeta del taxista, ya que su nombre paquistaní, y no árabe como yo auguraba, es demasiado complicado de pronunciar- ha notado mi recelo, ese pequeño atisbo de desconfianza que asoma por alguno de los poros de mi cuerpo. Ni siquiera la ducha helada del «despertar» de la mañana ha eliminado de mi cuerpo ese olor a duda rancia, y no deja de hablar sin parar hasta que llegamos al aeropuerto. Al llegar a mi destino -al más inmediato, quiero decir-, tengo la sensación de que ha exagerado cada una de las historias que me ha contado -y no han sido pocas- para demostrar, simplemente, que es un hombre normal. ¡Cómo si alguien tuviese que justificar que NO es un terrorista! ¿Dónde estaríamos dejando la presunción de inocencia, entonces? Me avergüenzo de mis pensamientos desconfiados. Justo en el instante en el que me estoy reprochando esa actitud defensiva, Marc se gira para devolverme la tarjeta de crédito con la que le he pagado, a la vez que me dice: Diana -y ya van 103 repeticiones de mi nombre en lo que va de trayecto-, ¿me das tu móvil?. MI cerebro, ya cortocircuitado de por sí, se relaja y estalla en una inmensa carcajada -para conmigo misma, por supuesto-. Le sonrío y, con la voz más pausada y aterciopelada posible -aunque no lo creáis, a veces soy capaz de hacerlo- le respondo: – ¿Te funciona alguna vez esta historia?
Por supuesto, no le doy mi teléfono pero me doy cuenta, que bajo la tarjeta de crédito que me ha devuelto hay una tarjeta con su número de móvil escrito a mano. Lo lanzo, apresuradamente, hacia el fondo de mi mochila. Cojo la maleta y me dirijo al mostrador de facturación.
He tardado menos de lo que creía -mucho menos-, en pasar el control de seguridad -que conste que no es una queja-. No más de 5 minutos -incluyendo la revisión de los zapatos y de mi portátil-. Así que me quedan más de 3h por delante en el aeropuerto.
Dicen que «a quien madruga, dios le ayuda», pero yo por si acaso he preferido sentarme a desayunar en la terraza exterior del aeropuerto, no sea que me desmaye de sueño.
– Café con leche de soja y croissant de chocolote -que hay que cuidarse-. Gracias.
– Son 6 con 20.
Extraigo el monedero de la mochila, mientras maldigo, por dentro, los excesivos precios del aeropuerto. ¡Ni que hubiese pepitas de oro mezcladas con el azúcar moreno!
La mañana se ha despertado fresca, así que me dirijo al interior de la terminal y me dispongo a hojear algunas tiendas. Atisbo, por el rabillo del ojo, entre prenda y prenda, las miradas perdidas de la gente, la lentitud en sus movimientos y, por lo general, la falta de prisa. Nos movemos con sigilo -me incluyo-, mirándonos apesadumbrados y sin apenas estirar la comisura de los labios en forma de sonrisas. Ésas que dedicamos, a veces, a los extraños con los que nos cruzamos. En ese momento, me doy cuenta de la página del libro en la que me encuentro, justo después de que se desvele quien es el asesino. Igual que en las páginas del libro que sostengo entre mis manos: «La chica del tren». Esa calma tensa después de la tormenta. Ésa en la que todavía no sabemos si ya ha pasado realmente o si nos encontramos en el ojo del huracán – en el epicentro de la misma-.
Cejo en mi empeño de seguir deambulando entre las tiendas sin ningún propósito claro y me siento, de espaldas a la pista, con el objetivo de tratar de adivinar los pensamientos y el destino de la gente, que viene y va justo delante de mí. La necesidad de escribir estas sensaciones me apremia, así que saco el ordenador de la mochila y empiezo a narrar la tragedia en la que nos hemos visto envueltos estos últimos días. El tiempo no se detiene -aunque a mí a veces me lo parezca- y embarco inmediatamente después de publicar mi último post, con + alma y – letra: Bar Cel Ona.
Las 3 horas de vuelo, «vuelan» -valga la redundancia- entre las páginas que me sumergen en una ficción paralela. El capitán nos informa de que estamos sobrevolando Granada y Málaga, pero mi mente me ha llevado algo más al norte… Me encuentro en Witney, a las afueras de Londres. Ya no viajo en avión, si no en tren y vislumbro, a lo lejos, a Jess y a Jane, a través de la verja que separa las vías -del tren- de su jardín.
Desembarco velozmente para recoger mi maleta y evitar la tediosa cola en el mostrador de la compañía de alquiler de vehículos. Casi 45 minutos después, consigo salir del aeropuerto de Fuerteventura al volante de mi Ford Focus con cambio manual -teniendo en cuenta que llevo 14 años conduciendo un automático, ¡es todo un reto!-. Sonrío al comprender que las clases de conducción que mi amiga Vero me ha ofrecido, desinteresadamente, han dado sus frutos. A parte de algún que otro tirón para pasar de primera a segunda, todo va sobre ruedas.
Subo la radio, evitando que el volumen sobrepase las indicaciones que, diligentemente, me está dando Google maps. De segunda a tercera, de tercera a cuarta, ¡de cuarta a quinta! -proud of myself-. Me relajo. ¡Uy, una rotonda! Piso embrague y empiezo a reducir marchas. Freno. Me mantengo parada, en fila, detrás de dos coches. Sonrío, miro por el retrovisor y veo que el coche de atrás se acerca -frenará ahora, pienso-. ¡¡¡Patapammmmm!!! Lo he visto venir, como a cámara lenta. Lo que no entiendo es como no ha frenado. Tras el susto por la embestida inesperada, aparco el coche en el andén – aunque más bien lo dejo llevar, porque las marchas se han bloqueado-. Salgo del mismo con una calma pasmosa -estoy sorprendida de mí misma- y me pongo con el papeleo del parte del accidente. Está claro que ha sido culpa suya, por eso no está muy de acuerdo con eso de verse retenido e intercambiar los datos necesarios. No habla bien castellano -o no le interesa hablarlo, ni bien ni mal, en ese momento-. Se quiere ir, pero le digo que o me da los datos y me firma el parte o llamo ahora mismo a la guardia civil. No pierdo ni un ápice de mi paciencia -que me ha costado muchos años conseguirla- y persevero en mi intención de dejarlo todo atado y resuelto.
Todavía con el susto en el cuerpo, me dirijo hacia el sur de la isla mientras, haciendo caso omiso al GPS, me dejo perder, entre pueblo y pueblo de la costa este. Desde Puerto del Rosario hasta Costa Calma.
Después de deshacer la maleta y hacer la pertinente compra -por eso de subsistir en mi destino-, me dirijo a la playa. No se cuanto tiempo estoy allí. Me siento tan en calma que cuando veo que la luz del día empieza a atenuarse, decido volver a casa. Lectura y película, bañada por una copa de Rueda y una cena homemade gourmet.
Despliego el mapa de la isla y empiezo a planificar los días pero el sueño puede conmigo. Lo cierro y pienso que mañana ya lo decidiré. Improvisaré. Seguro que no llego tarde a ningún lado… :-p
Martes 22/08/2017
He amanecido excesivamente temprano para estar de vacaciones. Necesitaba ir de nuevo al aeropuerto para hacer unas gestiones debido al «incidente» de ayer.
Una vez solucionado, me dirijo con mi nuevo coche -un polito- hacia el sur de la isla, de vuelta a mi campo base. Decido parar en Caleta de Fuste. Me espachurro al sol cual lagarto, entre baño y baño, ávida de concluir la lectura que tengo entre manos -que leo sin expectativas siguiendo los consejos de un amigo, pero cuyo final me deja con un sabor conocido, como adivinado de antemano. Se veía venir-.
Después de una mañana de recarga de vitamina D, me asalta el dilema de que hacer a continuación: alquilar una tabla de paddle surf o ir a descubrir el lugar. Extrañamente, me decido por lo segundo. Lamentablemente, no encentro ningún lugar que cumpla mis expectativas relativas a mis antojos culinarios: marisco y pescado -del bueno-. Finalmente, decido volver a mi apartamento y comer allí. Pero mi culo inquieto me apremia a salir y decido coger el coche para ir a descubrir nuevos rincones de las playas de Jandía: Sotavento.
Misterio resuelto. Ya se el significado, o más bien, el origen de la denominación «Costa Calma». Debe su nombre a las brisas ligeras que te envuelven en una suave melodía. Que no. Es broma. Nada más salir del coche me azota -cuál bofetada de las gordas- tal viento huracanado que pienso que voy a tener que volver a dar parte a la aseguradora, cuando me arranque la puerta del coche de cuajo al abrirla. Tras un camino de piedras -por favor, señor o el que esté allá arriba descojonándose de mí, no dejes que pinche una rueda-, se esconde «Risco del Paso» (Sotavento), el paraíso del Windsurf. Móvil en mano, finjo ser fotógrafa profesional -no veas que objetivo- y comienzo a disparar a diestro y siniestro. Cuando dejo de oír hasta mis ideas, por el incesante silbido del viento en mis oídos, decido que es hora de volver al coche. Son las 5 p.m. Todavía es pronto para volver al apartamento. Sé que debería escribir, pero mi mente está agotada – o tal vez agarrotada; en cualquier caso, creo que no tiene puesto el on en modo vacaciones-.
Me dirijo a playa Barca (Sotavento), donde se levanta el hotel Melià Los Gorriones. No se a que viene el nombre, puesto que lo único que observo, además de acérrimos Kite & Wind surfers, son las ardillas que saltan grácilmente entre las rocas. Es allí, entre piedra y piedra, dónde lo descubro. Mi rincón. Mi pequeño trozo de paraíso…
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