«Tu abrazo es el traje que mejor se amolda a mi cuerpo» – #piccoliattimi
Abrázame otra vez.
Hazlo tantas veces como quieras, porque tus abrazos los echaba especialmente de menos. Abrázame fuerte y, esta vez, prueba a no soltarme de golpe, porque la distensión que generas lleva demasiado implícito el término distancia.
¡Han sido muchos los que nos hemos dado! Tantos que, quizás acabamos confundiendo abrazos, brazos y brazadas, y con tanto movimiento nos fuimos alejando hasta permanecer el uno frente al otro, pero en orillas opuestas de un mismo océano. Y desde la distancia, lo único que nos envolvía ya eran las olas.
Te lo dije todo. Te hablé en susurros, cuando dormías sobre mi hombro. Te conté lo mucho que te quería y te hablé también de mis dos grandes miedos: perderte y quererte. Está claro que no me escuchabas, porque dejaste suspendidas mis palabras en un vacío tan grande, que sólo tu silencio ha sido capaz de llenar.
Yo no te mentí, nunca te dije que la coherencia fuese la mejor de mis características, ni siquiera creo que ella misma me tuviera en cuenta en sus designios. Pero eso tú ya lo sabías porque ¿recuerdas?, te lo dije todo. Te confié mis mayores secretos, y también los pequeños, mis sueños, mis temores, mis objetivos y lo compartí todo contigo. Te abrí mi mundo y entraste echando la puerta abajo; porque no hay tormenta que pueda aplacar a un torbellino. Por eso surgieron los abrazos, como vía de comunicación alternativa, para transmitir lo que las palabras no alcanzaban a encadenar.
Abrazos suaves y cálidos. Abrazos, como los besos, casi todos robados. Abrazos tuyos, míos, nuestros. Abrazos atemporales, de despedida y de reencuentro. Abrazos de consuelo, abrazos con ira y abrazos de deseo. Abrazos secretos, rodeados de miradas que nunca han sabido vernos. Abrazos cotidianos, abrazos veloces y abrazos en marcha. Abrazos fugaces y abrazos de los que rodean y estrechan, con intensidad, y entre caricias.
Ya no quiero, ni acepto los de nadie; porque los tuyos tienen un olor a hogar que los hace únicos. Son el refugio de mis días pesarosos, y mi mejor recompensa en los días más felices. Son cariño y ternura, son como las natillas, siempre quiero repetirlos. Somos perfeccionistas, nos los damos mil veces hasta que sale uno mejor -porque buenos, lo son todos-.
No, no quiero tus besos, ni tus caricias, ni tus palabras embaucadoras. No quiero tu calor, ni tenerte a mi lado, ni tus cosquillas ni tus reparos. Esos puedes quedártelos y regalárselos a otras, pero tus brazos, esos solo puedes reservarlos para mis abrazos. Los que me regalas en todo momento, hasta cuando te enfadas. Tu hastío me desconsuela, pero no por ello me prives de la demostración del amor y cariño que sé que me tienes. No eres de los que suele expresar lo que siente. Yo soy la de las palabras y tú el de los hechos. Yo soy luz y tú eres trueno. Por eso, necesito tus abrazos. Esos lazos protectores que me lanzas cuando menos me lo espero, y que tanto echo de menos cuando decides volver a tu orilla y dejarme a mí en la mía. Odio los días con marea alta, ésos en los que olvidas que existe esa otra playa. Permaneces en puerto seguro, con las velas arriadas, y vas cual veleta buscando nuevos vientos en otras direcciones.
Te he echado de menos todo este tiempo…
La distancia que interponemos un día tú y, al siguiente yo, me ha regalado el tiempo para recordar cual fue el primer abrazo que nos dimos, hace ya algunos años. Cualquiera diría que, con nuestros temperamentos, hayamos sido capaces de aguantarnos tanto tiempo. Fue una tarde de tormenta -porque no podía ser de otra manera-, entre aromas contenidos en brillantes cristales, ahogados en lágrimas carmesí, preludio de todo lo que íbamos a compartir desde entonces. No recuerdo tus palabras, pero si tu mirada y la caricia que me regalaste al estrechar, entre tus brazos, mis hombros. Demasiado próximo para no conocerme, demasiado frío para lo que ya has conocido de mí.
No estábamos destinados a encontrarnos, ni siquiera teníamos permitido querernos, pero lo hicimos, a nuestra manera. Deposité mi corazón en tu mano, y todavía espero que en uno de tus abrazos seas capaz de devolverlo al sitio que le corresponde. Yo soy la incoherente, pero tú eres el incauto, no equivoquemos ahora los roles. Yo soy la temerosa, y tú el imprudente. Pero pese a todo, soy sincera porque soy la única de los dos que tiene en su poder la fuerza de la expresión y tú solo guardas letras desordenadas en tu interior. Aunque los dos sabemos que no hace falta que hables en voz alta, para decirme lo que yo ya intuyo. Pero abrázame otra vez, sólo para convencer a mi intuición de que esta vez, no anda errada.
Somos extremos de la misma cuerda, orillas opuestas de un mismo mar. Tu eres alfa y yo omega. Yo hablo y tú otorgas. Soy arisca, pero cuando tú me abrazas, yo me dejo, y me deslizo entre tus brazos. Nunca estaremos en igualdad de condiciones, porque cuando uno tira, el otro suelta; porque la marea nos juega malas pasadas, con tanta pleamar y bajamar, nos quedamos encallados en las rocas; porque el griego antiguo es una lengua muerta y, en nuestro caso, las palabras sobran; porque cuando empiezo a hablar, me interrumpen tus abrazos y ya dejamos de escucharnos.
Por eso, tú y yo nunca seremos nosotros. Pero aunque eso no sea posible, sólo acércate de nuevo y abrázame otra vez.
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