“Somos pequeñas ciudades en ruinas; a medio derribar, a medio construir. Todos necesitamos que nos recompongan” – #piccoliattimi
Cerrarse en banda suele ser uno de esos muros de contingencia difíciles de traspasar. Todos lo hacemos de vez en cuando, nos replegamos sobre nosotros mismos, cuál bicho bola, para sentirnos a salvo de las inclemencias del tiempo; de ése que avanza y que, a veces, nos va dejando atrás inexorablemente.
Asumimos esa sensación de verlo pasar todo a cámara lenta, mientras el resto del mundo continua con su ritmo frenético, sin pausa pero con prisa, como algo peyorativo y melancólico. Cuando la realidad es muy distinta; ir a contracorriente, o mejor aún, sin dejarse arrastrar por las corrientes, es algo singular y único. Ciertamente, no todo el mundo tiene la suerte de poder disfrutarlo, o la fortaleza necesaria para evitar corrientes y crear su propio afluente.
No nos engañemos, no es fácil salir de la muralla, solo los valientes se arriesgan a darse un garbeo por lo desconocido. Entre ellos están los intrépidos, los que arriesgan asumiendo que pueden perder batallas e incluso guerras, pero que viven convencidos de que vale la pena lucharlas, porque hay mucho que descubrir frente a lo mucho desconocido. También se encuentran los incautos, que pese al coraje y al valor que llevan consigo, no miden nunca las consecuencias de sus actos. Pese a salir de la muralla, viven atrapados en sus propios muros, los que se obcecan en construir como armadura o escudo de lo que puedan encontrarse fuera. Tal vez nunca salgan heridos, pero nunca saldrán victoriosos. Seguirán caminando bajo el peso de las piedras que con tanto ahínco han ido cubriéndose hasta casi fosilizarse.
De los cobardes poco hay que decir, entre ellos se encuentran los temerosos y también los ingenuos. Los primeros viven sellados; con pavor de ser abiertos, de que alguien les muestre un mundo de emociones desconocidas. Viven en el control armónico de la estabilidad; en una amalgama de grises. Su existencia transcurre cautamente, en una de esas corrientes desecadas por falta de precipitación. Porque de eso tienen poco, se mueven lentamente por miedo a acelerarse, a que el ímpetu y la fuerza catapulten sus vidas hacia lo desconocido. Los ingenuos, por contra, son felices en su mundo de ignorancia, porque el saber ocupa lugar y no hay cabida para ello en su definido mundo. Son felices, no saben ni quieren saber lo que hay más allá de las murallas porque ya están bien con la simpleza de lo que se traen entre manos cotidianamente. Una feliz inocencia, que solo puede verse alterada ante la caída de la muralla. Una fragilidad rota a base de cañonazos, de morteros y de crueles y salvajes ataques que solo pretenden dañar a los más frágiles.
Siempre existe un punto de inflexión, en el que los ingenuos dejan de ser cobardes, o quizás nunca lo fueron; eran solo jóvenes e inocentes que han tenido que crecer aceleradamente. Salieron de sus murallas, sin muros, ni escudos ni armas; solos a la intemperie, sin corrientes ni afluentes.
Por todo ello, a este 2017 le pido que…
… los intrépidos perseveren en sus sueños, que no decaigan ni se aflijan por sus fracasos, que se recompongan diligentemente y que, ya que estamos por pedir, roben los muros y los escudos a quien no los necesita para sofocar la angustia de los inocentes.
… los incautos se desprendan de tanta defensa innecesaria, que sean capaces de arriesgar un poco más, no hace falta que salgan a pecho descubierto, pero al menos que se les pueda rozar la piel.
… los temerosos aprendan que osar, aventurarse, atreverse, lanzarse y emprender, son parte de ellos mismos, algunos también son reflexivos, pero tras esa primera parte son capaces de salir de sus fronteras.
… los ingenuos hallen también la felicidad en campo abierto y no solo entre los muros de su pequeño universo.
… los inocentes consigan llegar a buen puerto y volver a ver el mundo como algo seguro y en constante descubrimiento.
Porque «a vivir, se aprende viviendo»; feliz descubrimiento, feliz 2017.
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