«Moro num país tropical abençoado por deusbe bonito por natureza mas que beleza» – Sergio Mendes, País Tropical.
En el transcurso del tercer vuelo, no tuvimos claro que pudiéramos llegar a volar un cuarto. Amén de los escasos 30 minutos de escala en Sao Paulo, habría que añadirle un retraso debido a las fluctuaciones verticales en cabina. Sí, algo así como estar en el Huracán Condor de Port Aventura –tal y como balbuceba Estefanía, entre risas nerviosas, mientras corría libremente la biodramina entre las filas 27-28 del avión de TAM-. Mientras el resto de pasajeros se apretaban el cinturón y permanecían en un compungido silencio, las carcajadas y el jolgorio se instalaron entre nosotras mientras comentábamos las mil formas de dejar este mundo subidas en un pájaro de acero que, por lo que parecía, estaba aprendiendo a volar. Entre la risa floja, el dolor de estómago –no sabría deciros si debido a nuestro momento de hilaridad o a que las píldoras mágicas estaban revolviéndonos las entrañas- y las lágrimas que se escapaban, en una mezcla de “llorar de risa” y “morir de miedo” –entiéndase como una de las mil formas de morir de las que hablaba antes-, en la cara de Elena se podía leer la frase “me queréis matar con tanto vuelo” –otra manera de extinguir nuestros días en este mundo-.
Después de pasar por todas las frecuencias posibles del electrocardigrama, finalmente, nuestras pulsaciones volvieron a su ritmo habitual tras pisar firmemente suelo, en el aeropuerto de Sao Luis. Eran más de la 1 de la madrugada y no nos eperaban ni tan siquiera 6h de reparador sueño. Así que nos dirigimos directamente hacia el hotel, mientras recorríamos velozmente la distancia que nos separaba desde el aeropuerto, para encontrarnos –tras el susto inicial, un vahído y una nueva frecuencia descubierta en el ECG-, con un “Silvester Stallone” armado hasta los dientes en la puerta del hotel. Tal era nuestro grado de agotamiento que ignoramos las medidas del armario empotrado que nos dio la bienvenida en la entrada a golpe de ametralladora. Solo queríamos deslizarnos dentro de las sábanas y encender el aire acondicionado para evitar que las mismas actuasen como sogas y, en vez de permitirnos dormir que nos empujaran a morir –de calor, se entiende-.
Me despierto infartada por las estridentes melodías que parecen proceder de 3 móviles distintos –a esas horas no estábamos como para sincronizar relojes, que no somos james bond-. Con las sábanas todavía pegadas y la cara hinchada a lo pez globo, bajamos a desayunar mientras esperamos a que nos pase a recoger un microbús y nos lleve hacia los Lençois Maranheses.
Et voilà, tras el café matutino, nos embarcamos en una especie de tacatá con ruedas –vale, neumáticos con aire a presión-, pero el subidón de cafeína no debió de ser suficiente como para mantenernos despiertas las casi 5h de trayecto. Así que nos dejamos llevar por los brazos de Morfeo –digo, en brazos de Morfeo, que tanto país tropical y cidade maravilhosa me confunden-.
BEMVINDO A BARREIRINHA…
Así reza el cartel que da la bienvenida a los turistas que cruzamos la puerta de entrada a los Lençois Maranheses. Cargadas con nuestras mochilas, múltiples botellas de agua, palo selfie y móvil en una mano mientras con la otra le damos vida al bote de relec forte, recubriendo cada milímetro de piel, por si algún mosquito zicoso, o peor aún, dengoso, tuviera la tentación de acercarse y probar el tentador fluido que corre por nuestras venas. En el camino hacia los pequeños lençois, subidas en un todo terreno –diría casi, un monster 4×4 sacado de alguna peli de Jurassic Park- a punto estuvimos de asistir a la primera despedida del viaje. Mientras unas se agarraban a los asientos, para no salir despedidas entre salto y salto, otras alargaban los brazos para enfocar, palo selfie en mano, la mejor instantánea posible. Y de repente, -¡zassss!- el crujir de la rama de un árbol presagió el peor escenario posible, pero milagrosamente, el móvil permaneció sujeto al palo y el palo a la mano de Elena, mientras la propietaria del móvil respiraba aliviada y, el resto, conteníamos la respiración por lo que podría haber sucedido. No tanto por el móvil si no por la secuencia encadenada de hechos que podrían haber ocurrido:
1.- Móvil que salta del palo y se pierde entre la arena de las dunas. Casi prefiero eso de “buscar una aguja en un pajar” porque almenos con un imán gigante tienes posibilidades de encontrar la aguja. En cambio, el móvil seguro que alguien lo encuentra, pero seguro que ese alguien no eres tú.
2.- El palo selfie es un arma blanca prohibida en múltiples sitios públicos y nosotras sin gafas de sol ese día… ¿no hace falta que os cuente más, no?
3.- Pese a todo, el peor escenario y el más probable es que la propietaria o la manejadora del palo se lanzasen a por el móvil caído en desgracia, por lo que podríamos haber perdido a otras dos en un crujir de rama. Eso en el mejor opción de este escenario, porque al final una por otra…y todas abajo. Y como ocupábamos todo el jeep –alías Monster 4×4-, nos hubiésemos llevado con nosotras –no por el peso, si no por la inclinación de la caída-, a la parejita de italianos que discutían más que Romina y Albano y a las 2 portuguesas que parecía que pasarán por allí casualmente –y lo digo con todo el cariño, que bien que les amenizamos la velada a la vuelta, cantando canciones de todos los tiempos, en español, italiano y, con caipirinha, hasta sueco-.
Pero dejando de lado el pequeño percance, y tras subir a pulso una cuesta de arena que ni en el desierto del Sahara, la naturaleza –que es tan sabia como inconmensurable-, nos deleitó con una recompensa difícil de materializar pero muy fácil de recordar para siempre. Personalmente, disfruté de una de las tardes más mágicas de las que he vivido en este planeta.
Las dunas y la blancura cegadora de las mismas se fundían con las lágrimas de agua dulce que las regaban por doquier. Pequeñas lagunas cristalinas que acrecentaban la belleza de un paisaje fastuoso; tan mágico que ni Walt Diseny ni J.K.Rowling fueron capaces de describir en sus mejores animaciones o libros.
Solo pudimos quedarnos sentadas, en silencio, contemplando el majestuoso espectáculo del crepúsculo, mientras la luz se apagaba permitiendo escarchar, con miles de brillos y destellos, el cielo del hemisferio de ese hemisferio.
Noches de bohemia y de ilusión,
de ésas que no le das a la razón,
porque sabes que solo sirve el corazón,
para vivir a través de la emoción #piccoliattimi
Próximamente… “Entre samba y forró, 18 días recorriendo Brasil_Etapa 3: Praia Pipa y Natal”
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